
Su viril brazo tatuado me indicó que me sentara. Entré al cubículo tímidamente, diciendo: "Buenas tardes, ¿me siento aquí?". Él asintió y quedó de espaldas en su silla giratoria. Mi rostro se reflejaba en el espejo y me di cuenta de que justo hoy no había elegido bien el color de mi lápiz labial.
Escuchaba sonidos grisáceos, metálicos, y veía las enormes manos del hombre yendo y viniendo, sosteniendo pinzas, perdiendo sus dedos en la suavidad del níveo algodón. Se dio vuelta y con un solo brazo me acercó a su silla. ¡Oh! ¡Cuánta fuerza en su brazo! Quedé de frente y él se movió. Podía sentir su respiración en mi cuello. Corrió mi cabello y tocó mi oreja izquierda. Luego hizo lo mismo con la derecha.
Me miró de frente y me preguntó si así estaba bien, si me gustaba. Y de mi boca sólo salió un: "¿Cómo será el procedimiento? Nunca antes lo hice. ¿Qué sentiré?" Él se limitó a responder: "No te va a doler".
Nuevamente sus dedos tocaron mi lóbulo izquierdo y sentí el frío olor del alcohol. Contuve la respiración. Susurró: "¿Estás lista?" Asentí y decidí no cerrar los ojos. Algo caliente y fino me perforaba. Unos segundos después se corrió hacia atrás y me miró. Hizo lo mismo con el lóbulo derecho. Extraña sensación la de tener algo dentro, algo atravesando una parte de nuestro cuerpo.
Después de haber terminado se dio vuelta y escuché: "Listo. Podés irte. Sé que no te dolió y también sé que volverás".
Me levanté de la silla, fui hasta la puerta. Giré, pero él ya no me miraba. Sólo tiraba a un cesto los restos de algodón que habían estado en contacto con mi cuerpo. Se sacó los guantes con indiferencia. "Una más- pensé. Y cerré la puerta.